HISTORIA / Colorado, azul y blanco / Escribe: Juan Cruz Cabral






Jorge Abelardo Ramos, murió el 2 de octubre de 1994, hace ahora diez años. Fue el iniciador del revisionismo histórico socialista y el fundador y principal dirigente de la Izquierda Nacional, que apoyó al Peronismo desde un primer momento y durante toda su historia, confrontando decididamente con la izquierdita portuaria. En 1945 fundó, junto a militantes obreros e intelectuales, el Partido Socialista de la Revolución Nacional, que se colgó con orgullo la medalla de la proscripción junto al Peronismo, tras el golpe cívico-militar cipayo de 1955. El Colorado Ramos es aún hoy un referente primordial para la formación de nuestra conciencia histórica y uno de los pensadores “malditos” de nuestra tierra. Firmando como “Víctor Almagro”, compartió las páginas del diario “Democracia” con el columnista “Descartes”, que no era otra que Juan Perón. Obras de Ramos como “Revolución y Contrarrevolución en la Argentina”, “Historia de la Nación Latinoamericana”, “Historia Política del Ejército Argentino” y “El Marxismo de Indias”, son lectura prácticamente obligada para los cuadros militantes del Movimiento Nacional y Popular. Vaya en estas páginas el homenaje necesario al gran patriota argentino y latinoamericano.

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Existen múltiples maneras de homenajear a los grandes hombres, y aun a los pequeños. Pero en este caso, como hablamos no solamente de un teórico de la revolución nacional, sino también de un maestro y de un militante político incansable que formó a millares de luchadores, muchos de los cuales hoy ocupan puestos dirigentes en todas las provincias argentinas y en numerosas agrupaciones políticas que reconocen la figura de Ramos como formativa de sus identidades, voy a tomarme la licencia de mencionar algunos eventos, pocos, de mi propia vida, a partir de los cuales Abelardo Ramos influyó en mi formación hasta mi ingreso definitivo en el Peronismo. Más que vanidad o autorreferencia, se trata aquí de reconocimiento y también de agradecimiento.


La Patria incinerada

“Somos un país porque no pudimos integrar una nación y fuimos argentinos porque fracasamos en ser americanos. Aquí se encierra todo nuestro drama y la clave de la revolución que vendrá.”

Jorge Abelardo Ramos

La puerta de entrada estaba abierta. Daba a un largo pasillo que en el fondo, pasando el ascensor, tenía un incinerador. Mientras mi vieja iba y venía desde la biblioteca hasta el incinerador, el gato, que se llamaba Sandokán –como aquel héroe malayo de las novelas de Salgari que luchaba contra el colonialismo inglés–, desapareció. Todo era fragor en el viaje final de los libros y los discos peligrosos. Y mi abuelo, que había venido esa noche portando el augurio tenebroso del Golpe Criminal, de repente miró, desde adentro del pequeño departamento, hacia la pared, sobre la puerta de entrada. “Esto también”. “No, esto no.” “¡Esto también!” Y arrancó sin ceremonias la bandera azul, blanca y azul, cruzada con una franja roja, que presidía nuestra casa. La insignia de Artigas, símbolo de la Izquierda Nacional, desaparecía al fondo del pasillo, como Sandokán, como lo haría pronto el mismo incinerador, y tantas otras cosas...

Abelardo Ramos lideraba entonces, en 1976, el Frente de Izquierda Popular, que se había presentado a las elecciones de 1973 con la candidatura de Perón, pero con la consigna “Vote a Perón desde la Izquierda”. Aquella boleta cosechó 900 mil votos entre los cuales estuvo el de Arturo Jauretche.

La elección de la bandera artiguista no era azarosa ni caprichosa. Ramos había sido el primer teórico de la “cuestión nacional” latinoamericana, planteando que nuestro drama consistía en que conformábamos una de las partes escindidas de la Nación común, unida por lengua, territorio, historia e intereses, que quiso nacer en el siglo XIX pero resultó fragmentada por la acción de las oligarquías y burguesías comerciales locales en alianza con los imperios de la época; en nuestro caso particular, Inglaterra. Entonces, Artigas mismo era un símbolo, porque el caudillo del siglo XIX había luchado por la emancipación del Río de la Plata y por la unidad americana liderando en un momento la Banda Oriental (incluyendo parte del actual territorio brasileño), Entre Ríos, Corrientes, las Misiones, Santa Fe y Córdoba, en lo que se llamó la Liga Federal. Pero tras la derrota del federalismo nuestras Historias se escindieron por obra y gracia de los alquimistas liderados por Bartolomé Mitre. Y en Argentina se ignoró desde entonces a Artigas, por ser “uruguayo” y el Uruguay lo humilló colocándolo en el pedestal infamante de fundador de una patria cuya independencia, garantizada constitucionalmente por el imperio británico, representa su derrota histórica.

Así que elegir a Artigas y a su bandera significaba romper la insularidad argentina, entrando a la política de la Cuenca del Plata por la puerta ideológica del federalismo popular y revolucionario de un caudillo que no era uruguayo ni argentino, sino americano.

El regreso de Sandokán

“La culpa de todo esto la tiene Perón”

Margaret Thatcher

1982. Era 30 de marzo y yo no podía volver solo del colegio hasta mi casa porque la violencia se expandía por Buenos Aires.

La dictadura cívico-militar de Videla y Martínez de Hoz, regenteada entonces por Galtieri, reprimía salvajemente una manifestación de repudio organizada por la CGT. Cuando volvíamos mi hermano menor y yo, junto a mi madre, hacia el departamento a tres cuadras de la Plaza de Mayo, veíamos la represión desatada entre gases lacrimógenos contra los millares de peronistas que aún resistían a los palos de la Policía. De algún modo no constituía sorpresa. Recordaba los tanques del 24 de Marzo a la noche, en 1976, recorriendo las calles de mi barrio; y la huida a alguna casa familiar más segura que la propia. Y durante esos años conocí la voz de Perón, que sonaba en casa gracias a un disquito que había resultado inmune al incinerador y contenía el último discurso del General en la Plaza, aquél de “la más maravillosa música”.

Sólo tres días después el Ejército Argentino recuperaba las Islas Malvinas. Otra vez volvía del colegio, pero solo. Y el miedo me inundó en el colectivo al escuchar los cantos de multitud por la calle Lavalle. Pero no eran de rabia sino de júbilo. Y el mismo Pueblo del 30 de marzo los entonaba ahora. Habíamos recuperado de las garras del león británico las islas que nos pertenecían por derecho.


Todo cambió. Las radios se abrieron a la música nacional y al debate. Hasta en la clase de sexto grado se hablaba de cosas nuevas. Nunca fui extremadamente aplicado al estudio formal, así que cuando pidieron como tarea para el hogar un reportaje sobre cualquier tema a quien uno quisiera, familiar o amigo, yo elegí entrevistar a Ramos acerca de la Guerra de Malvinas. Los ingleses aún no habían partido con su flota a nuestro Sur y como dejé hasta último momento la tarea encomendada decidí la tarde anterior a la entrega del trabajo fraguar el reportaje de marras. Entonces desarrollé por boca de un Ramos imaginario la “teoría” de que los ingleses no se animarían a venir porque arriesgaban una escalada de violencia que podía llevar a una especie de “conflagración mundial” porque la Unión Soviética podría interceder de nuestro lado junto a otras grandes potencias militares e, incluso ¡junto al Japón! Birome verde: Sobresaliente. En efecto, era una idea que algunos delirantes barajaban, palabras más palabras menos, y excepción hecha de la ingenuidad propia de un pibe de 11 años. Recuerdo que, orgulloso, le mostré el trabajo con su respectiva calificación a mi viejo, que en el auto, rumbo a su casa, me dijo que estaba muy bien pero que no era tan así... Ese fin de semana, después de una larga reunión partidaria y probablemente tras una siesta con el cuerpo repartido entre dos sillas, el viejo nos llevó de regreso a casa de mi madre; Ramos vino con nosotros, seguramente para ir luego a alguna parrilla del Centro junto a los compañeros del FIP. En la puerta de calle, mi vieja consultó preocupadísima a un Ramos que se había bajado a saludarla. Y Ramos la tranquilizó: “¡Vienen a tirar!”.

Cuando la Dictadura se encontró enfrentada a la gran potencia –devaluada, pero gran potencia– convocó en una especie de consejo de guerra ad hoc a los representantes de todos los partidos políticos. En esas reuniones, los cerebros que después dirigirían la democracia de fin de siglo le decían a Galtieri que no había de qué preocuparse, que ahora venían 150 años de reclamos ingleses y que EEUU iba a ser por lo menos neutral porque el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca compensaba sus obligaciones con la OTAN... Sólo uno de los presentes advirtió en esas reuniones que suponer que las cosas serían tan fáciles era desconocer la naturaleza del imperialismo y que por ende había que jugar todas las cartas y concentrarse en la obtención de ayuda latinoamericana, única que obtendríamos, y en la expropiación de los bienes británicos en Argentina para resistir al inevitable contraataque inglés. Ese único hombre era Jorge Abelardo Ramos.


La Era del Peronismo

“Alguien dijo, una vez, que yo me fui de mi barrio.

¿Cuándo?

¿Pero cuándo?

¡Si siempre estoy llegando!”

Aníbal Troilo

Un mar de cabezas. Hasta el Cielo se ha puesto a llorar. 1974. 1º de julio. Ha muerto Juan Domingo Perón y mi viejo me lleva a sus exequias, multitudinarias. Imposible tener un recuerdo nítido con sólo 3 años de edad. Pero guardo una foto, una imagen cerebral imponente que inaugura en mi memoria la conciencia de la Patria dolorida. Imposible ver la multitud con sólo 3 años de edad. Por eso mi viejo me levanta sobre sus hombros y ahora sí: un mar de cabezas. Ha muerto Juan Domingo Perón. Y guardo en la retina aquella foto. De tan triste, la foto parece en blanco y negro.

En abril de 1981 cumplí 10 años. La Dictadura vive un período de relativo ablandamiento y Ramos reedita “La Era del Peronismo”. Ya no se trata de “bonapartismo” como en la primera edición de este último tomo de “Revolución y Contra…”, sino de una caracterización deseuropeizada, digamos; un reconocimiento de originalidad total hacia el gran movimiento nacional argentino del siglo XX. Otra vez en casa del Colorado, un fin de semana más con mi viejo. La casa, custodiada con convicción por un pastor alemán desde el patio externo, tiene en su interior un sinnúmero de ejemplares de La Era del Peronismo. Es la morada de un apasionado por la divulgación que se ha pasado toda su vida publicando libros propios o ajenos. Como fuera. Etapa tras etapa, Ramos impulsa editoriales, colecciones, revistas y periódicos. Encerrado con Jauretche, después de 1955, en una imprenta que se ha salvado de la libertad de prensa de los “libertadores”; insistiendo con vehemencia al editor Peña Lillo, héroe reconocido para los pensadores nacionales; enloqueciendo a los militantes que ya ni duermen, atados al mimeógrafo o a la imprenta; como fuera; el objetivo es publicar, publicar, publicar. Entonces la casa está repleta de libros fresquitos como pan caliente, blancos incluso. Y ahí estoy yo. Y el Colorado que autografía uno “para Juan Cruz Cabral, en su cumpleaños, cariñosamente” y me lo regala. Sigue hoy en mi biblioteca, todo subrayado y como en fascículos de una hoja cada uno, de tan desarmado. Ahí lo leí por primera vez, sin provecho alguno, pero más adelante se convertiría en el libro de consulta preferido acerca de la Gran Década y los años subsiguientes, signados por la figura de Perón.


Ramos era un marxista. Como tal, llegó a la comprensión de Perón y su movimiento por caminos “científicos” que aquí sería largo detallar y dejaremos para más adelante. Sólo digamos que ha habido en la Izquierda Nacional distraídos que creyeron que el partido revolucionario del proletariado argentino no llegó a desarrollarse por la personalidad “conflictiva” de Abelardo Ramos. Es pueril la afirmación. El siglo de las revoluciones socialistas fue también el de las revoluciones nacionales. Ramos lo comprendió, como todos en la Izquierda Nacional, y apoyó a la revolución concreta que se dio en la Argentina: El Peronismo, ese frente de clases antiimperialista que cualquier trotskysta consecuente debía apoyar. Aún cuando se propusiera “marchar separados y golpear juntos” para constituirse en la reserva socialista de una Revolución Nacional que pronto mostraría sus limitaciones. Pero la Izquierda Nacional no conformó el gran partido de masas que se proponía porque su tiempo fue el tiempo del Peronismo; y las masas eran peronistas, un poco como hoy, pero muchísimo más. En todo caso, Jorge Abelardo Ramos, el polemista temible, el editor incansable, el teórico contundente, pero sobre todo el conductor político más fructífero de la Izquierda Nacional, condujo la fuerza de izquierda auténticamente revolucionaria que más votos obtuvo en la historia argentina. Y a esa cima llegó, valga el ejemplo, cuando empalmó sus objetivos tácticos con el anhelo del Pueblo Argentino de ver a Perón otra vez presidiendo los destinos de la Patria.

En el ocaso de su vida, el Colorado iba a disolver su agrupación para que ingresara al Peronismo en pleno. Yo mismo me afilié en ese entonces al Partido Justicialista, el 17 de Octubre de 1994. En las distintas filas de las fuerzas provenientes de la vieja Izquierda Nacional hay detractores y defensores de esta decisión de Ramos. Unos y otros tendrán sus razones, como cabe a la política cuando se ama a la Patria –que eso sí los une–, pero esa es otra historia, que no rehuimos, pero que dejamos para más adelante.

Lo cierto es que Ramos fue “el último tatú carreta”, el sobreviviente final de una gran generación de pensadores que dio la Argentina en el siglo XX. Murió cuando se sentía “un pibe”, catorce días antes del acto público en que se afiliaría al Peronismo.

Ramos ha dejado como legado ideas que hoy están en la agenda política del siglo XXI: la necesidad de la unidad efectiva de la América Criolla; el cuestionamiento originario de la deuda externa; la advertencia acerca del peligro de la partidocratización de los movimientos populares, es decir de su cooptación por una visión formalista de la democracia.

Rindo mi homenaje, entonces, al luchador, al maestro y al amigo en la Patria.

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