HISTORIA / La asunción de Yrigoyen relatada por el embajador de España / Escribe: José Landa






Hipólito Yrigoyen es uno de los hombres más influyentes en la historia del país. El yrigoyenismo, como el rosismo antes, como el peronismo después, ha sido considerado uno de los movimientos populares más extensos y más profundos en la historia nacional. La marca del líder del radicalismo fue la de la creación del primer movimiento de masas con participación electoral. También, la del fin del régimen oligárquico e incluso la de la primera intervención estatal a favor de los trabajadores en un conflicto con la patronal.

Nacido el 12 de julio de 1852 en una Buenos Aires vencida en la Batalla de Caseros, hijo de vascos y nieto de un seguidor de Rosas ahorcado por sus opositores, Juan Hipólito del Corazón de Jesús Yrigoyen tuvo en el joven Leandro N. Alem, su tío, el modelo político a seguir.


Militó con él de muy chico en el Partido Autonomista de Adolfo Alsina y, por recomendación suya también fue nombrado, con sólo 20 años, Comisario de Balvanera. Lo siguió también en su ruptura con el autonomismo, siendo electo diputado provincial, más tarde diputado nacional por el roquismo y alejado de la fuerza dominante, hacia fines de la década de 1880, hizo sus pasos hacia la conformación de una nueva fuerza política: la Unión Cívica, posteriormente, Unión Cívica Radical.

Profesor de colegio, luego pequeño hacendado, dedicó sus energías y dinero a la política, aunque no dejó de tener numerosas e informales relaciones amorosas, fruto del cual nació una hija, Elena.

Descreído del régimen existente, participó activamente de las revoluciones cívicas de 1890, 1893 y 1905. Su crecimiento como líder vino de la mano de la ruptura política con su tío, quien se suicidaría en 1896. No obstante el fracaso de las insurrecciones organizadas, la presión del intransigente radicalismo y de las luchas obreras llevaron a la apertura electoral hacia 1912, con la Ley Sáenz Peña. Primero fueron los triunfos provinciales y, finalmente, en 1916, sobrevendría el gran cambio: por primera vez se elegía por voto secreto y masculino un presidente en el país.


El primer mandato de “el peludo” o “el vidente”, duró hasta 1922. En 1928, con el radicalismo ya claramente dividido en personalistas y antipersonalistas, alcanzó su segundo mandato, que terminaría abruptamente en 1930, con un golpe militar encabezado por José Félix Uriburu. Yrigoyen fue detenido y confinado en la isla Martín García. Fallecería en Buenos Aires, el 3 de julio de 1933.

Recordamos la apoteótica asunción del líder radical como presidente, aquel 12 de octubre de 1916, con las palabras de Pablo del Soler y Guardiola, entonces embajador de España en el país, aparecidas en el diario La Época.

(Fuente: José Landa, Hipólito Yrigoyen visto por uno de sus médicos, Buenos Aires, Editorial Propulsión, 1958, 336-337).


A las dos de la tarde va a jurar ante la asamblea de congresales su lealtad al cargo que le toca desempeñar. Lo hace protocolarmente en todo sentido; no se aparta del ritual de práctica ni por las palabras ni por el atuendo, aunque impresiona su porte solemne y distinguido al par que noble y bondadoso, al punto que sus propios enemigos no pueden menos que rendirse en el aplauso la sincera anuencia de sus juicios. Terminado el acto de juramente el Presidente se dirige a la Casa de Gobierno. …el embajador de España en la Argentina, doctor, asistió en representación de su patria y que desde las columnas del diario La Época, describió en esta forma:

“En mi carrera diplomática he asistido a celebraciones famosas en diferentes cortes europeas; he presenciado la ascensión de un presidente en Francia y de un rey de Inglaterra; he visto muchos espectáculos populares extraordinarios por su número y su entusiasmo. Pero no recuerdo nada comparable a esa escena magistral de un mandatario que se entrega en brazos de su pueblo, conducido entre los vaivenes de la muchedumbre electrizada, al alto sitial de la primera magistratura de su patria.


Ya me había impresionado fuertemente el aspecto del hemiciclo de los diputados, con sus bancas totalmente ocupadas por los representantes del pueblo, vestidos de rigurosa etiqueta, entremezclados con los embajadores y ministros extranjeros, cuyos brillantes uniformes y variadas condecoraciones producían deslumbrador efecto, desbordantes los pasillos laterales hasta formar un friso estupendo de oro, piedras, plumas y metales titilantes; repletas las galerías superiores de damas lujosamente ataviadas y de centenares de hombres suspensos ante el magnífico espectáculo…

Pero todo ello había de ser pálido ante la realidad de la plaza inmensa, del océano humano enloquecido de alegría; del hombre presidente entregado en cuerpo y alma a las expresiones de su pueblo, sin guardias, sin ejército, sin polizontes.

Yo había visto desfiles rígidos, por entre una doble fila de bayonetas, a respetable distancia del pueblo, cual si se temiera su proximidad.

Tuve a manera de un deslumbramiento… ¿Sabes cuál fue mi impulso, extranjero como soy en la Argentina? Correr también, confundirme entre la muchedumbre, gritar con ella, aproximarme al nuevo mandatario y vivarlo, vivarlo en un irreprimible impulso de admiración surgida desde el fondo de mi alma…

En aquel instante, señores, no se sonrían ustedes, fui un radical, tan radical como los que cubrieron durante algunas horas las grandes arterias de la metrópoli inmensa…

(Fuente: www.elhistoriador.com.ar)

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